Hoy salí de mi casa (relato)

julio 08, 2014


El día estaba claro, el sol rompía con toda su fuerza mi frente y una brisa jugueteaba con mis pantorrillas. Era temprano. Estrené mi vestido color durazno que tantas veces había visto al pasar frente a ese aparador. Su color parecía fundirse con los rayos de ese sol brillante cual si una cascada de luz resbalara hasta mi sombra. 


Recuerdo bien la primera vez que lo vi, ni siquiera tendría que haber pasado por aquella calle, pero las obras constantes de la ciudad desviaron el paso peatonal. Al pasar frente a una tienda pude observar un precioso vestido color durazno, decidí entrar más por curiosidad que por la posibilidad real de llevármelo a casa y al girar la vista ahí estaba, tras el mostrador de la tienda donde se ofrecía el vestido, su sonrisa me salió al paso.

—Buenos días ¿Cuál es el precio de ese vestido?
—Buenos días señorita, sea usted bienvenida. El precio es de…—

Dijo una cantidad fuera de mi alcance que ahora ya no importa, sus ojos cafés atraparon mi mirada que pasó del aparador a él, después de nuevo al aparador, luego nuevamente hacia él. Su mirada lucía serena, increíblemente dulce y amable; su postura recta, bien afeitado, sólo un fino bigote, su voz, tan educada, me hizo recordar a esos galanes de otra época que aparecían en las películas del Hollywood dorado. Clark Gable, sí, podría ser él. Me ofreció mostrármelo, pero como llevaba prisa decidí no hacerlo y reservar ese momento para una mejor ocasión cuando, además, pudiera hablar con él. Me dirigí a mi trabajo.

Pasaron unos días durante las cuales no logré sacar de mi mente la imagen del vestido, ni de Clark (así comencé a llamarlo, me gustaba el nombre para pensar en él). Pasé de nuevo por la tienda y volví a verlos, ahí estaban ambos, como esperándome. Al pasar frente a la vitrina me sonrió, enrojecí de una manera inaudita y no fui capaz de entrar a la tienda, pues estaba totalmente avergonzada. Decidí ahorrar en serio para comprar el vestido.

Mi rutina cambió, las obras de rehabilitación urbana continuaron y debía pasar todos los días frente a la tienda, como mis horarios estaban muy bien definidos, una tarde vi que él estaba en la puerta del almacén y me miraba fijamente. Así transcurrió cada tarde durante los siguientes días, yo pasaba por ahí, él me miraba, yo intentaba hacer lo mismo sin ser obvia, aunque no siempre lo hacía con éxito y pasaba esa calle con el corazón latiendo a toda velocidad.

Una de esas tardes (cuando la suma que me separaba del objeto de mi afecto era menor) decidí entrar y probármelo. Él me atendió amablemente, se portó muy profesional, como si todas esas miradas intercambiadas sólo hubieran sido producto de mi imaginación. Le dije que deseaba probarme el vestido, lo bajó de su gancho y me lo dio. Entré al probador. Al salir de ahí, me dirigí hacia el espejo: ¡Era perfecto! El vestido parecía haber sido hecho para mí pues se adaptaba a cada una de mis formas y pude ver en sus ojos una mirada como de fuego reprimido que me llenó de orgullo y me hizo ruborizar al mismo tiempo.  Sus ojos permanecían fijos en mí, era evidente, le gustaba —no podía ser más obvio—. Salí de ahí no sin antes dar las gracias, pero tampoco sin dar oportunidad a que pudiera decirme algo.

Finalmente el día llegó, logré reunir el suficiente dinero y valor para ir a  comprar el vestido (que a estas alturas, ya era lo menos importante). Entré y no pasó mucho tiempo antes de que viniera hacia mí y me preguntara si podía ayudarme en algo. Le respondí que iba por el vestido que me había probado antes. Lo trajo hacia mí y en el trayecto hacia la caja comenzó una breve charla que culminó en una invitación a salir. Acordamos encontrarnos a la entrada del cine para ver una película de arte. ¡Estaba feliz!

La mañana del día de la cita decidí estrenar mi vestido, no podía haber mejor ocasión. Salí de mi casa desde muy temprano pues tenía varias cosas por hacer y deseaba tener tiempo para no llegar descompuesta a la tarde. El día era perfecto: el sol, la alegría, él.

Llegué poco antes de la hora acordada. Ya estaba ahí esperándome, compramos los boletos y vimos que después de esa función pasarían  “Mogambo”, siempre había deseado verla y la coincidencia era algo difícil de ignorar. Ante mi entusiasmo insistió en que deberíamos quedarnos a verla, yo accedí encantada.
La tarde fue perfecta, pudimos conversar con gran facilidad antes de entrar a la función y en el tiempo muerto de las dos funciones, sus comentarios eran de lo más interesantes, su mirada irresistible.

Al salir me di cuenta que había oscurecido, la cita se alargó más de lo previsto. Quise tomar un taxi, pero insistió en llevarme a casa en su automóvil, salimos del cine y caminamos unas calles. Poco a poco nos alejamos de la plaza. El rumbo comenzaba a tornarse un tanto peligroso cuando me dijo:

—Ahí está, lamento haberte hecho caminar tanto, debes estar ansiosa—.

Aunque la palabra me extrañó, me sentí aliviada de haber llegado, abrió la puerta del vehículo y avancé para entrar cuando sentí un fuerte empujón. Caí en el asiento del copiloto y sentí como él comenzaba a jalar mis cabellos y mi ropa.

—¡Noo!

—¡Esto te pasa por ser una provocadora! ¡Tú quieres, no lo niegues! ¡Me estuviste buscando!

Forcejeé todo lo que pude, intenté gritar pero tapó mi boca. Me golpeaba, me penetraba.

Estrelló mi cabeza contra el volante…

Hoy salí de mi casa. Nunca volví.


Pilar Flores

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