Las mudanzas de la canícula

agosto 10, 2015



Se reencontraron después de 18 años. La cita fue en el “Calí”, una cafetería enclavada en el callejón más transitado de Xalapa. La noche, era absurdamente calurosa. La canícula había hecho mudanza al mes de abril. El calor era de esos que permeaba los poros, que penetraba los cuerpos. Él llego antes que ella a la cita de las siete con treinta minutos. Ocupó como es su costumbre la mesa de siempre. El espacio estaba libre, vacío, esperándolo, como para llenarlo como tantas otras veces. El espacio parecía aguardar su llegada, era un espacio como reservado para él. Hay espacios que parecen como si nos estuvieran esperando. Decidió sentarse y esperar. Decidió leer a Thomas Mann.
Elena llegó treinta minutos después. Venía manejando desde el puerto de Veracruz. Al entrar a la cafetería lo reconoció de inmediato, a pesar del sombrero italiano que llevaba puesto. Él había perdido el porte de abogado, ella lo conservaba. Elena lucía elegantemente sensual. En su figura, voluptuosa, entallaba un vestido azul. En sus pies, unas zapatillas que mostraban un pie blanco estéticamente bello. Portaba una bolsa de mano, y su cuello desprendía un olor a jazmín. Su cabello estaba suelto y largo, reafirmando su feminidad.
Al verla, él se consumió. Se evaporó. Sintió en ese momento como su cuerpo se distendía por los tres estados en los que muta la materia. Habían pasado 18 años desde la última vez que la vio. La amo desde el día en que la conoció. Ella, Elena, cuarenta años, abogada, divorciada. Él, cuarenta años, escritor, libre, de todo.
Elena se sentó a su lado, y empezaron la charla como empiezan casi todas las charlas de dos personas que se reencuentran. Dieron un repaso biográfico de sus vidas; querían saber uno del otro a través de la anécdota y la referencia. Ella, con toda la naturaleza que le otorgaba la femineidad, quería saber quién era él y a que se dedicaba. Él, que no daba importancia a eso, quería saber cómo pensaba ella, y escucharla.
Elena estaba atenta a las palabras de él. De repente, ella decidió cruzar una pierna. El movimiento dejo ver un muslo exuberante, estéticamente torneado y blanco. La mano de él que apoyaba sobre la mesa quedó a unos veinte centímetros de su pantorrilla, quería tocarla y subirla hasta sus muslos.
Salieron del café dos horas después. No sabían hacía donde ir, sólo caminaron, como no queriendo separarse. Ella se desplazaba con cierta prisa. Él lo hacía despojado de los prejuicios del tiempo. Atravesaron plaza Lerdo y Parque Juárez. Hablaron de los ex -compañeros de Universidad, ahora convertidos en políticos y esbirros. Descendieron por las callejuelas que llevan hacia los lagos. Frente a ese remanso de agua estancada se detuvieron ellos, y detuvieron el tiempo, como si para eso se valieran de un conjuro. El la contempló con el lago y la luna a su espalda, admiro su belleza. Se colocó a manera de quedar a la altura de Elena. Él quería juntar su boca con la suya, juntar sus labios con los de ella. Quería arrebatarle un beso pero no pudo. De haberlo logrado quizás también le hubiera arrebatado su falda, sus prejuicios y toda su moral, no era culpa de él, sino de la canícula recién mudada en los rescoldos de Abril.

Adrián Marín

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