¿Cuánto de aquella inmortalidad conservas? El último de los días, cuando el brillo en tus ojos habló al tiempo en que cargabas el cuerpo milenario de tu descendencia me quedé mudo de felicidad. No te lo dije ayer, te lo confieso hoy que evoco ese instante milagroso, emocionado hasta los huesos: fue verte de nuevo en flor.
Otras veces he recurrido al sueño, al artificio del Ángel de la Guarda. Es —justifico— una necesidad en el más transparente de los sentidos, te he querido desde siempre al grado de mantenerme lejos pero cerca. Hoy es diferente, te has provisto de un ángel verdadero y yo estoy destinado a la extinción, supongo.
Que te quiero y no sé de donde lo sospecho. La necesidad me acerca, podría sostenerme —tal vez— la teoría mecánica de las estrellas conocidas que al permanecer cerca una de la otra no se tocan. Así de beligerante es mi condición.
Al principio de conocerte debo decir que escondí lo mejor que pude la precipitación de las palabras, te observaba entonces como ahora y pensaba en perderte cada día, todos los días. Es decir que a través de mi propio sacrificio te idealizaba lejos pero grande. No llegarías a creer cuantas veces me parecía ver lo grandiosa que serías, la mujer que serías.
No cito fechas y citas concretas, a excepción de un café en el que sólo asistimos tú y yo, jamás hubiera existido un espacio en común… ves, es lo raro en todo esto, apenas si nos conocemos después de tantos años y aún así evoco tu nombre religiosamente, fue así desde el primer día que lo dijiste. Eso mismo que te digo, la falta de sustento asustaría a cualquiera.
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