En la esquina azul (relato breve)

junio 18, 2014

Ramiro González, campeón de los guantes de oro y de los Juegos Panamericanos, subió al cuadrilátero de la arena olímpica con la serena convicción de que, llegado a ese punto, sólo quedaba una cosa por hacer: ponerle en la madre al pinche ruso.     

Ya sentado en el banco de su esquina sintió los nervios del caso mientras recibía las instrucciones que ya sabía de memoria: “Duro con la izquierda abajo. Tú dale al cuerpo que la cabeza cae sola. Abusado con el gancho de la derecha. El güerito ese no tiene otro golpe. Vamos ya, rómpele el hocico. ¡Vas por México, cabrón!”     

—Vas por México, ¿por México la ciudad, por México el estado, por México el país? (sonó por fin la campana). Toluca, Estado de México, desde allí nos llevaron al centro Otomí para el entrenamiento de altura...     
—¡La izquierda Ramiro. Vivo con el gancho!     
—Ya me alcanzó. Este güey no pega duro, no como el Torito Morales, ese sí que pegaba. ¡El gancho!, ¿otra vez? ahorita me lo emparejo güero cara de empanada ¡por México, jijo de…!      
—El uno-dos. ¡Sube la guardia pendejo!     
—¿Qué? ¿otro gancho?, ya ¿a poco ya la campana?     
—Tírale a la cabeza, que le cuenten, ya ves, no pega duro pero cuídate del gancho, no tiene otro. No tiene otro (de nuevo la campana).     
—¿Qué carajos te pasa? diez a cero cabrón y ya se acabó el segundo. Tírate a matar, túmbalo o que te tumbe, pero ya, porque hasta aquí llegamos. 

Durante todo el tercer asalto, Ramiro González, campeón de los guantes de oro y de los Juegos Panamericanos, se movió con mecánica cautela evitando los ganchos del ruso y buscando sistemáticamente el golpe al cuerpo. “¿Por qué hasta ahora?” pensaba Pancho Morales desde la esquina, eso ya no sirve de nada.
—¡A la cabeza Ramiro, que le cuenten al hijo de su madre!   
  
En el banco de la esquina azul, un Ramiro desencajado, exhausto, más agobiado por el esfuerzo de haber llegado hasta los juego olímpicos que por los golpes del ruso, intentaba comprender las palabras de su padre mientras veía los gestos desesperados del entrenador nacional.     

—Es por México Ramiro, ya quítate el pinche miedo, ese mamón no te noquea ni aunque te agarre borracho, ponle no más un madrazo y vas a ver como cae.  

“Pega más duro mi abuela”, pensó sin ánimo de burla el campeón mexicano cuando el ruso dio inicio a la cuarta vuelta con dos ganchos de derecha que rebotaron, muy suaves pero rápidos y vistosos, contra el casco azul y blanco. “Pero ¿qué decía mi padre?” Por un momento la arena se veía como el gimnasio de Tepito a donde otro Ramiro González, también campeón de los guantes de oro pero nunca de los Juegos Panamericanos, llevaba a su hijo a entrenar para tener un pretexto y poder gorrear los tragos a otros ex boxeadores. Dos ganchos más. El ruso jalaba aire por la boca y retrocedía pensando que era imposible que la pelea fuese tan fácil, que eran los juegos olímpicos y el tipo de enfrente era el campeón panamericano.     

“Pero ¿qué decía mi padre?” Solamente el último de los diecisiete golpes sin respuesta que marcó el conteo final sacudió de verdad  a Ramiro. Vino el golpe (por supuesto, un gancho de derecha), la campana y cuando caminaba agotado hacia la esquina azul, el campeón de México y de los Juegos Panamericanos, escuchó por fin, con toda claridad, la voz aguardientosa de su padre gritándole como tantas veces.     —No seas pendejo Ramiro, nunca hagas nada por nadie.


Jesús García


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