Se
reencontraron después de 18 años. La cita fue en el “Calí”,
una cafetería enclavada en el callejón más transitado de Xalapa.
La noche, era absurdamente calurosa. La canícula había hecho
mudanza al mes de abril. El calor era de esos que permeaba los poros,
que penetraba los cuerpos. Él llego antes que ella a la cita de las
siete con treinta minutos. Ocupó como es su costumbre la mesa de
siempre. El espacio estaba libre, vacío, esperándolo, como para
llenarlo como tantas otras veces. El espacio parecía aguardar su
llegada, era un espacio como reservado para él. Hay espacios que
parecen como si nos estuvieran esperando. Decidió sentarse y
esperar. Decidió leer a Thomas Mann.
Elena
llegó treinta minutos después. Venía manejando desde el puerto de
Veracruz. Al entrar a la cafetería lo reconoció de inmediato, a
pesar del sombrero italiano que llevaba puesto. Él había perdido el
porte de abogado, ella lo conservaba. Elena lucía elegantemente
sensual. En su figura, voluptuosa, entallaba un vestido azul. En sus
pies, unas zapatillas que mostraban un pie blanco estéticamente
bello. Portaba una bolsa de mano, y su cuello desprendía un olor a
jazmín. Su cabello estaba suelto y largo, reafirmando su feminidad.
Al
verla, él se consumió. Se evaporó. Sintió en ese momento como su
cuerpo se distendía por los tres estados en los que muta la materia.
Habían pasado 18 años desde la última vez que la vio. La amo desde
el día en que la conoció. Ella, Elena, cuarenta años, abogada,
divorciada. Él, cuarenta años, escritor, libre, de todo.
Elena
se sentó a su lado, y empezaron la charla como empiezan casi todas
las charlas de dos personas que se reencuentran. Dieron un repaso
biográfico de sus vidas; querían saber uno del otro a través de la
anécdota y la referencia. Ella, con toda la naturaleza que le
otorgaba la femineidad, quería saber quién era él y a que se
dedicaba. Él, que no daba importancia a eso, quería saber cómo
pensaba ella, y escucharla.
Elena
estaba atenta a las palabras de él. De repente, ella decidió cruzar
una pierna. El movimiento dejo ver un muslo exuberante, estéticamente
torneado y blanco. La mano de él que apoyaba sobre la mesa quedó a
unos veinte centímetros de su pantorrilla, quería tocarla y subirla
hasta sus muslos.
Salieron
del café dos horas después. No sabían hacía donde ir, sólo
caminaron, como no queriendo separarse. Ella se desplazaba con cierta
prisa. Él lo hacía despojado de los prejuicios del tiempo.
Atravesaron plaza Lerdo y Parque Juárez. Hablaron de los ex
-compañeros de Universidad, ahora convertidos en políticos y
esbirros. Descendieron por las callejuelas que llevan hacia los
lagos. Frente a ese remanso de agua estancada se detuvieron ellos, y
detuvieron el tiempo, como si para eso se valieran de un conjuro. El
la contempló con el lago y la luna a su espalda, admiro su belleza.
Se colocó a manera de quedar a la altura de Elena. Él quería
juntar su boca con la suya, juntar sus labios con los de ella. Quería
arrebatarle un beso pero no pudo. De haberlo logrado quizás también
le hubiera arrebatado su falda, sus prejuicios y toda su moral, no
era culpa de él, sino de la canícula recién mudada en los
rescoldos de Abril.
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