La disputa por el espacio público: una expresión de la lucha de clases

Hace unos días, manifestantes que ocuparon la calle de Enríquez fueron desalojados por la fuerza pública con el argumento de que impedían la circulación y limitaban el derecho al libre tránsito de otras personas. 

Ésto no es un episodio aislado. Responde a una lógica sostenida por años: cuando la ciudadanía exige derechos, el Estado suele responder con empujones, golpes y amenazas. En cambio, cuando se trata de actos oficiales o ceremonias religiosas, las mismas calles pueden cerrarse sin cuestionamientos ni dispositivos represivos.

Hoy ocurrió de nuevo. Para el informe de la gobernadora se bloquearon Enríquez y otras vialidades del centro. No hubo reclamos del aparato estatal, ni advertencias, ni operativos para disolver el bloqueo. Lo mismo sucede cada vez que la catedral organiza actos masivos. Todo se permite si el evento proviene de quienes concentran poder político, institucional o simbólico.

La pregunta surge sola: por qué quienes exigen el respeto a sus derechos enfrentan siempre el pretexto del “orden vial” mientras que los actos del poder no solo se permiten, sino que se facilitan. Este doble rasero demuestra que el espacio público no es neutral. Está atravesado por relaciones de clase, por jerarquías que distinguen entre quienes pueden ocupar la calle sin consecuencias y quienes son criminalizados apenas la pisan con una consigna en la mano.

El uso de la fuerza pública poco tiene que ver con un procedimiento, es político. La policía actúa según prioridades marcadas por quienes gobiernan, y esas prioridades suelen proteger los intereses de las élites sociales, religiosas y/o políticas antes que los derechos colectivos. También pesan los sesgos de género y territorialidad: no es lo mismo protestar desde un barrio obrero, una comunidad indígena o un colectivo feminista que hacerlo desde una posición cercana al poder.

En una sociedad que se dice democrática, la voz popular debería tener mayor relevancia que los caprichos de la clase gobernante. Ninguna funcionaria o funcionario es soberano absoluto del territorio. Su mandato representa una responsabilidad pública, no un título nobiliario.

Interpelar estos dobles criterios es un acto de memoria colectiva. La pregunta sigue abierta y necesaria: ¿a quién protege realmente el aparato estatal y quién queda expuesto cuando reclama justicia? Pensar estas desigualdades es un paso para fortalecer la organización comunitaria, la solidaridad de clase y la defensa del derecho a la protesta como pilar de cualquier proyecto social basado en la dignidad.

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