Revelación de la tierra
Vengo con los
zapatos del fango. Con palmos de ardor en el vientre de tres vasos de
aguardiente que me descarnaron por dentro, hace unas horas, cuando al
borde del sepulcro empedrado donde se encuentran los restos de un
padre vedado por el silencio del campo, verde y húmedo por las
últimas lluvias, me espera siempre.
Había dejado de
ir y fue una sorpresa descubrir que la buganvilia que le sembramos al
pie del grueso tronco inmerso en el arriate ahora carece de flores y
se redefine como un brazo de ramas raquíticas y sin futuros. Un par
de palmas sembradas en botes de latón forman un arco, protegiendo
anímicamente la bóveda de piedra viva que almacena las cenizas del
muerto.
En esa
inmediación de la tierra consigo la gloria que da recuperar los
restos de uno en el otro. Porque de la nada, esta nada diseminada en
polvos inermes, va a salir una felicidad que no me cabe en el cuerpo.
Me encontraba a
la sombra de aquel árbol que lo abraza de día y lo cobija de noche,
cuando un grito me sacó de esa disminución de mi propio ser para ir
y consumir los alimentos. Atravesado ya de una sensibilidad de otro
mundo contemple la comida plagada de símbolos que bajé con otra
taza, de café ésta.
Perentorio el día
concluyó entre los bramidos de un aguacero que se colaba por las
rendijas de las ventanas y troquelaba el laminado de zinc que me
separaba del cielo, pero me contenía adherido a la tumba.
Arturo Riveros
Imagen: John Everett Millais - Ophelia
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