­
Lo común como respuesta al modelo competitivo - Cultura Errante

Lo común como respuesta al modelo competitivo

abril 16, 2025



Coatepec, Ver. 16 de abril de 2025


En los momentos de mayor emergencia, cuando la tierra tiembla, el agua desborda las calles o el fuego arrasa con la vegetación, ocurre un fenómeno que no suele aparecer en los discursos oficiales ni en los balances económicos: la gente se organiza. Sin esperar órdenes ni permisos, vecinos, desconocidos, colectivos y comunidades activan redes solidarias, reparten lo poco que tienen, ofrecen su tiempo, su fuerza y su cuidado. Es entonces cuando se revela una verdad incómoda para los modelos de desarrollo dominantes: que los vínculos colaborativos, no la competencia, han sostenido la vida en los márgenes del desastre.

La lógica del sálvese quien pueda, promovida como un dogma en sociedades atravesadas por el neoliberalismo, se desvanece en la práctica cuando lo que está en juego es la supervivencia. La historia reciente lo demuestra una y otra vez. En México, por ejemplo, tras los sismos de 2017, los primeros en remover escombros y organizar centros de acopio fueron los ciudadanos de a pie. Durante las peores etapas de la pandemia, fueron las redes barriales, los colectivos feministas, los comités comunitarios y las cooperativas quienes repartieron alimentos, medicamentos y contención emocional. Recordemos que los incendios sucedidos en la zona de Xico y Barranca Grande en 2024 lograron ser contenidos no por una respuesta eficaz del Estado, sino gracias a la organización espontánea de cientos de voluntarias y voluntarios que, con lo que tenían a la mano y el cuerpo por delante, hicieron frente al fuego. Fue la solidaridad —y no la infraestructura del estado— la que permitió contener el desastre. Frente a la parálisis institucional o la indiferencia de los funcionarios públicos en turno, emergió la colaboración como mecanismo espontáneo de cuidado mutuo y de autogestión.

Pero esta reacción no es solo una respuesta ante la emergencia; es también una crítica encarnada al modelo competitivo que se nos ha impuesto desde la escuela, el mercado y los medios. Un modelo que nos dice que para vivir mejor hay que vencer al otro, destacarse, acumular, producir más que los demás. Un modelo que, bajo el barniz de la meritocracia, profundiza desigualdades, rompe lazos y convierte a las personas en rivales.

Pensar en un mundo colaborativo no es un gesto ingenuo ni romántico. Es una necesidad histórica y una postura política frente a la devastación ambiental, el individualismo extremo y la precarización de la vida. No se trata de negar los conflictos, sino de gestionarlos de otra forma: desde el reconocimiento de la interdependencia, desde el cuidado como valor central, desde la convicción de que el bienestar colectivo no es un obstáculo, sino la base misma de cualquier proyecto de futuro.

Las cosmovisiones de los pueblos originarios lo han dicho desde hace siglos: la comunidad no es solo un lugar físico, sino una forma de entender la existencia. Lo que afecta a uno, afecta a todas y todos. Esta sabiduría, arrinconada por el modelo capitalista que fetichiza la competencia y privatiza hasta el agua, cobra un nuevo sentido ante el colapso sistémico que enfrentamos. ¿Cuánto más resistiremos si seguimos privilegiando la competencia como único motor?

El potencial transformador de la colaboración no está solo en su capacidad de atender desastres, sino en su fuerza para prefigurar otro mundo: uno en el que el trabajo, el tiempo, los saberes y los recursos se gestionen colectivamente y no se rijan por la lógica de la ganancia.

El problema no es que falten recursos, es que sobran intermediarios que lucran con ellos. El problema no es que la gente no quiera colaborar, sino que la estructura económica castiga esa voluntad. Y sin embargo, la colaboración persiste. Es semilla, es resistencia, es memoria viva de que otra manera de habitar el mundo es posible.

En tiempos donde todo parece reducirse a la competencia —en la escuela, en el empleo, en la política electoral, ¡sobre todo en la maldita política electoral!—, recuperar el valor de lo colaborativo es un acto profundamente subversivo. Porque implica imaginar una sociedad donde el éxito no se mida en función de cuánto se ha ganado, sino de cuánto se ha compartido. Donde el progreso no implique dejar a otras y otros atrás, sino caminar juntas y juntos. Donde la vida, por fin, valga más que el capital.

También te puede interesar

0 Comentarios

Gracias por tu comentario. Seguimos en conexión.