Del compromiso al oportunismo: la instrumentalización de las luchas sociales
En México, la organización comunitaria y las luchas sociales han sido históricamente un contrapeso ante el abuso de poder. Desde la defensa del territorio hasta la exigencia de derechos laborales o ambientales, estas luchas han nacido de la necesidad de resistir y sobrevivir. Sin embargo, cada día es más frecuente toparse con la amenaza sutil y peligrosa que se cierne sobre estos movimientos: la cooptación de sus banderas por parte de actores que no las representan, pero las usan. Se trata de una instrumentalización que simula empatía mientras reproduce lógicas de control, clientelismo y simulación.
Detrás de discursos solidarios, eslóganes “inclusivos” y campañas que adoptan el color que mejor convenga según la coyuntura, se camuflan políticos y funcionarios públicos que convierten las causas en plataformas de posicionamiento, organizaciones más preocupadas por conservar sus subsidios que por defender sus principios, y empresas que adornan sus logotipos con hojas y gotas de agua para encubrir prácticas extractivistas. A este elenco se suman ciertos académicos, siempre atentos al próximo recurso disponible, venga de donde venga, con tal de mantener activa la maquinaria de consultorías, diagnósticos y seminarios.
Esta distorsión no solo banaliza las luchas legítimas, sino que también confunde a la opinión pública, divide comunidades y, lo más grave, pone en riesgo a quienes realmente luchan por transformar su realidad.
Greenwashing: el disfraz ambiental del capital
El término “greenwashing” (lavado verde) se refiere a estrategias de marketing utilizadas por empresas para mostrarse como responsables con el medio ambiente mientras llevan a cabo actividades altamente contaminantes o extractivistas. En México, los ejemplos sobran.
La empresa FEMSA, a través de su marca Coca-Cola, ha sido señalada por extraer enormes cantidades de agua en regiones con crisis hídrica, como San Cristóbal de las Casas, Chiapas. A pesar de las protestas de las comunidades indígenas y de los estudios que documentan el impacto, FEMSA se mantiene como patrocinador de eventos ecológicos y aliados de algunas ONG ambientales, reproduciendo una imagen de responsabilidad social empresarial completamente disonante con su accionar.
Otro caso emblemático es el de Grupo México, responsable de uno de los peores desastres ecológicos en la historia reciente del país: el derrame de tóxicos en el Río Sonora en 2014. A pesar de ello, la empresa aparece frecuentemente en rankings de “empresas sustentables” y continúa operando con la venia del Estado.
La complicidad entre estas corporaciones y algunas organizaciones ambientales plantea una pregunta: ¿Puede una organización mantener la coherencia y autonomía cuando su financiamiento proviene de aquello que combate?
Política clientelar: la apropiación de las causas
En el terreno político, la instrumentalización adquiere formas más complejas y peligrosas. La creación de “mesas de diálogo”, “consejos ciudadanos”, “contralorías ciudadanas” o “grupos de trabajo” se presenta como un esfuerzo institucional para acercarse a las demandas de la sociedad. Sin embargo, muchas veces son mecanismos diseñados para controlar la disidencia y contener la organización real.
En las campañas electorales, es común ver a candidatos y candidatas aparecer en marchas, foros y asambleas, tomarse fotos con activistas y prometer cambios. Pero una vez en el poder, esas promesas se desvanecen. En el mejor de los casos, se reduce la lucha a programas asistencialistas. En el peor, se criminaliza a quienes no aceptan el rol decorativo que se les asigna.
También hay quienes logran integrar a líderes comunitarios en puestos públicos o en fundaciones vinculadas al gobierno, no para potenciar sus causas, sino para neutralizarlas. Esta práctica mina la autonomía organizativa, divide al movimiento y desmoraliza a la base.
La otra cara de las ONG
Muchas organizaciones de la sociedad civil cumplen un papel valioso en la articulación de agendas, la denuncia y el acompañamiento. Pero otras se han convertido en espacios que responden más a la lógica del financiamiento que a las necesidades reales del territorio. Su dependencia económica de organismos internacionales o del sector privado genera una tensión entre el discurso comunitario y la lógica de la supervivencia institucional.
La profesionalización de las luchas ha generado una tecnocracia del activismo donde las causas se traducen en métricas, indicadores y proyectos financiables. El resultado es un distanciamiento entre quienes viven las problemáticas en carne propia y quienes las traducen en informes que pocas veces regresan a la comunidad.
Un llamado a la vigilancia colectiva
Frente a esta realidad, es urgente fortalecer una conciencia crítica que permita a las comunidades y a la ciudadanía en general distinguir entre compromiso real e intereses disfrazados. No basta con que alguien diga que está “a favor del agua” o “en contra de la minería”; hay que observar sus alianzas, su financiamiento, su historia y su coherencia.
Las causas sociales no son una marca, ni una herramienta de marketing. Son expresiones de dignidad frente a un sistema que empobrece, excluye y destruye. Por ello, su defensa requiere autonomía, honestidad y memoria.
La instrumentalización de las luchas no solo es una traición a quienes las encabezan; es una amenaza a la posibilidad misma de construir un país más justo. Y como toda amenaza silenciosa, necesita ser visibilizada para que deje de operar en las sombras
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