17 de octubre: la marcha en contra de la indiferencia
Entre consignas y cuidado colectivo, las y los estudiantes respondieron al abandono institucional.
Llegué a Xalapa esa mañana, apurado, quería llegar a tiempo a la marcha. Mis expectativas eran muchas. Caminé de prisa por la calle Ignacio de la Llave, pensando en si la cantidad de estudiantes que se sumarían al movimiento podría reflejar el verdadero tamaño del descontento —Por un instante imaginé un contingente pequeño y a la cúpula universitaria riéndose de los estudiantes y de su poco poder de convocatoria—. En verdad deseaba que llegara un gran número de jóvenes y que fuera una movilización masiva. Eso enviaría un mensaje claro a las autoridades universitarias: una reafirmación de organización y fuerza colectiva de una comunidad estudiantil que, desde hace meses, atraviesa un clima de desconfianza y descontento frente a las decisiones de sus autoridades.
La marcha tenía dos objetivos principales. Por un lado, buscaba visibilizar la tragedia ocurrida en la zona norte de Veracruz tras las recientes inundaciones, donde varios familiares y compañeros de las y los estudiantes se vieron afectados. En distintos pronunciamientos previos se había señalado la falta de prevención y la negligencia tanto de las autoridades universitarias como de los gobiernos estatal y municipales, cuya respuesta tardía y descoordinada agravó las consecuencias del desastre. Por otro lado, la movilización expresaba el rechazo a la prórroga del rector Martín Aguilar Sánchez y denunciaba el proceder poco ético y faccioso de la junta de gobierno, que extendió su gestión sin garantizar un proceso transparente ni participativo. En ambos casos, el mensaje de fondo era el mismo: la exigencia de responsabilidad institucional y el reclamo de una universidad pública verdaderamente democrática, con rendición de cuentas y sensibilidad social.

Conforme me iba acercando al Teatro del Estado, observé los primeros grupos de estudiantes que de a poco se iban acomodando en la explanada. Algunos afinaban sus consignas, otros daban los últimos toques a las pancartas escritas a mano con frases que combinaban el enojo con la esperanza. Se notaba un esfuerzo serio de organización. Había brigadas de orden y seguridad, responsables de comunicación interna y una estudiante que recorría el contingente en bicicleta llevando y trayendo información. La convocatoria, que en un inicio había despertado dudas, rebasó toda expectativa. La explanada frente al Teatro del Estado se llenó con contingentes de distintas facultades: derecho, psicología, antropología, medicina, etc. La diversidad era evidente y, con ella, la conciencia de que las causas eran compartidas.
Al iniciar el recorrido, la banda integrada por alumnos de JazzUV dio las primeras notas. En coro, las voces lanzaron un primer cuestionamiento: “¿A dónde van los desaparecidos?”. Entonces el melodión se unió a los metales y al cencerro: la música como arte, como gesto político, como lenguaje de unidad. A su paso, las consignas cobraron fuerza. Varias alumnas encabezaban los distintos contingentes, organizando, cuidando y orientando el avance con una fortaleza y claridad que hicieron tragarse sus prejuicios a quienes todavía ponen en duda el liderazgo de las mujeres en los movimientos sociales.
La marcha avanzó en orden, con breves pausas para descansar, sin que se registraran incidentes. Unidades de tránsito y personal de limpia pública —en su mayoría mujeres— acompañaron discretamente la retaguardia. Por los flancos, integrantes de la Comisión Estatal de Derechos Humanos caminaron durante toda la jornada, atentas, atentos ante cualquier provocación o intento de obstaculizar el derecho a la libre organización y manifestación. Su intervención no fue necesaria: la disciplina colectiva sostuvo el día.
A la altura del parque Bicentenario surgió el rumor de que un grupo de choque aguardaba más adelante. Durante algunos minutos la tensión se hizo visible, pero el contingente decidió continuar. No hubo confrontaciones. Al llegar al Palacio de Gobierno, las y los estudiantes detuvieron la marcha para emitir consignas dirigidas al gobierno estatal, recordando su omisión frente a las afectaciones por las lluvias y denunciando la falta de respuesta institucional. Después, reanudaron el recorrido hacia rectoría, donde ya se tenían planeadas diversas actividades.
El calor pero sobre todo el cansancio se hacían notar, de pronto una gran bulla se escuchaba cerca del muro de piedra que da la bienvenida a rectoría: ¡una estudiante se desvaneció! El equipo de paramédicos, conformado por alumnos de medicina, la atendió de inmediato, demostrando una organización que desmentía cualquier intento de reducir la movilización a un acto improvisado. Tras unos minutos, la joven fue trasladada en una ambulancia para continuar su atención médica. El gesto pareció encender nuevamente los ánimos. Las y los estudiantes retomaron las consignas con una energía renovada que resonaba entre los edificios.
Las y los representantes de distintas facultades comentaban los posicionamientos acordados en asambleas previas. Hablaron de la falta de transparencia en las decisiones institucionales, de la ausencia de protocolos reales frente a las contingencias ambientales, de la precarización de los servicios en las facultades, y del divorcio cada vez más profundo entre las autoridades y la base estudiantil. En cada intervención pude percibir una mezcla de indignación y lucidez política: la convicción de que la universidad pública no puede seguir administrado como un patrimonio privado ni como un espacio ajeno a la realidad social que la rodea.
Un grupo de estudiantes decidió subir a los edificios administrativos. En todo momento se escucharon llamados al orden, a no caer en provocaciones y a cubrirse el rostro, pues desde los distintos edificios les estaban fotografiando y grabando en video. El temor no era infundado: apenas unos cuantos días atrás, varios estudiantes denunciaron haber recibido llamadas de extorsión, intimidación y amenazas. Por cierto, a nadie sorprendió la negativa de la rectoría al diálogo. La respuesta generó abucheos y las consignas volvieron a dirigirse contra el rector: “¡UV de luto por un rector corrupto!”.
Entonces, una estudiante tomó la palabra para recordar que el movimiento no buscaba la confrontación, sino el reconocimiento y la interlocución. “Queremos una universidad abierta, no una universidad muda”, dijo, y su voz fue seguida por un aplauso que condensó el sentido de toda la jornada.
Pasadas las dos de la tarde, los contingentes comenzaron a dispersarse. Algunos regresaron caminando a sus facultades para continuar el paro, otros se quedaron unos minutos más conversando, haciendo recuento de lo logrado y de lo que aún faltaba. En los rostros de las y los estudiantes se veía el cansancio pero también una certeza compartida: la de haber recuperado, aunque fuera por unas horas, el pulso colectivo de una comunidad que se niega a ser espectadora de su propio destino.
Esa tarde, no solo exigieron respuestas, también mostraron que la organización y la conciencia siguen vivas dentro de la universidad. Frente a la indiferencia institucional, su presencia en las calles fue una afirmación de dignidad y de pertenencia. Una advertencia poderosa para quienes aún creen que la juventud universitaria ha perdido la capacidad de incomodar al poder.
Lo ocurrido el viernes 17 de octubre de 2025 en las calles de Xalapa fue profundamente conmovedor. Me sentí orgulloso de haber sido testigo de esa manifestación y, en cierta forma, parte de ella. Aunque sé que, para muchas y muchos de esos jóvenes, pertenezco más al mundo que los ha decepcionado que al que intentan construir, estoy de acuerdo y lo acepto. Ellas y ellos están en el momento de la lucha y las y los de generaciones anteriores, cargamos con la responsabilidad de haberles dejado un país descompuesto, una universidad distante y un futuro que todavía intentan recomponer. Esa marcha no fue solo suya, también fue un llamado a quienes alguna vez creímos que bastaba con observar.
Ellas, ellos nos recuerdan que mirar sin actuar también es una forma de rendirse.
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